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El Congreso ha rechazado el dictamen de la ley de amnistía y ha devuelto el texto a la Comisión de Justicia

El Congreso ha rechazado el dictamen de la ley de amnistía y ha devuelto el texto a la Comisión de Justicia. Se abre el plazo de un mes para renegociar enmiendas o para recobrar la cordura. Dar por casi seguro lo primero no excusa el deber de seguir apelando a lo segundo. Tras la bochornosa jornada −una más− vivida en el Congreso queda claro, para quien tuviera alguna duda, que el secesionismo no pierde ocasión de humillar al Gobierno y forzar cualquier límite. La demanda de una “amnistía integral” que incluya el terrorismo y la alta traición es la obscena demostración de que para los socios del PSOE conceptos elementales en cualquier Estado de derecho: generalidad de las leyes, interdicción de la arbitrariedad, separación de poderes… son castillos de arena al alcance de cualquier artillería parlamentaria.

 
Los socialistas deben retirar la proposición de ley y romper unos acuerdos de investidura/legislatura que arrastran su crédito en cada votación; el presidente del Gobierno, por su parte, debe convocar a los españoles para que desaten la madeja de esta crisis sin precedentes en la que su aventurerismo irresponsable nos ha metido.

 
La amnistía es una enormidad en sí misma, sin necesidad de añadir ningún corolario en forma de enmiendas. Ya sabemos que cualquier transacción negociada desde ahora entre el PSOE y Junts implicaría “subir” el precio de un chantaje inaceptable de entrada porque viene amenazando, desde que se formuló, los fundamentos de nuestra convivencia. La pretensión de seguir ahormando una ley ad hoc −casi unipersonal− esquivando resoluciones judiciales, es el siguiente escalón que descender cuando ya se había tocado fondo. Pero nada de esto debe hacernos olvidar lo sustancial: el significado político de la amnistía. A un mes le sobran veintinueve días para que cualquiera pueda advertir que el destino de la proposición de ley, tal como está, debe ser la papelera.

La eventual aprobación de una ley de amnistía es la consumación de un desafuero que calumnia nuestra democracia. Amnistiar a los alzados contra la Constitución en 2017 sería un nuevo acto de agresión contra ella y también contra el deseo de los españoles de vivir al amparo del Derecho. No solo por la anticonstitucionalidad de la ley. Esta amnistía es hija de la cobardía y el fraude. No es palabra de perdón, sino capitulación vergonzosa, porque no se concede por un poder libre de compromisos a una conciencia arrepentida. Es satisfacer un chantaje sin la menor garantía. No se pacificaría nada. Al revés: los sediciosos avanzarían posiciones para dar el siguiente golpe. Lo acabamos de oír, de nuevo, desde la tribuna del Congreso. No se “pasa página” del procés, se da carpetazo a la Constitución.

 
Amnistía es, literalmente, olvido. Y en este caso, olvidar la sedición es condenar a los ciudadanos que la padecieron; es condenar a los servidores públicos que la neutralizaron; y es condenar también a su primera víctima: el orden constitucional.

 
Quien ahora la propone habló de ella solo al minuto siguiente de necesitarla en su propio interés. Como los indultos: fueron inconcebibles hasta que hicieron falta para asegurar una investidura. Como el manoseo del Código Penal: desarmar al Estado fue impensable hasta que hizo falta aprobar un Presupuesto. Y ahora se pretende pagar en moneda de impunidad el disfrute de un poder ejercido sin autoridad ni moral; que mañana dependerá −quién lo duda− de una consulta sobre la independencia.

 
Nadie puede disponer de lo que no es suyo y España se pertenece a sí misma. Ningún gobierno, ninguna combinación parlamentaria tiene permiso para hacer lo que se pretende hacer. En primer lugar, porque nadie lo pidió. Y es insultar a la nación y reírse de la democracia ocultar intenciones para luego consolidar hechos consumados.

 
En esta hora, nadie puede eludir su responsabilidad. Se es ciudadano para disfrutar derechos, pero también para soportar deberes. Entre otras cosas, porque esos derechos hay que defenderlos, y ese es nuestro primer deber. El de todos: esta no es una cuestión de siglas. Nos estamos jugando el futuro de España y el significado de cuarenta y cinco años de régimen constitucional.

 
España no tiene pendiente otra transición. Es una nación libre desde hace más de cuarenta años. En 1977 aprobamos una ley de amnistía para alumbrar una democracia; ahora sus enemigos nos proponen otra para enterrarla. Las amnistías suelen decretarse para cancelar un régimen político e inaugurar otro nuevo. Son propias de los periodos constituyentes. Por eso, una vez promulgada la Constitución y consolidada la democracia, quienes hablan de amnistiar la intentona golpista de 2017 calumnian a la democracia española como si fuera una impostura. La reconciliación nacional ya tuvo lugar. La convivencia al amparo de una ley igual para todos no hay que ensayarla: está vigente y pide el respeto que merece.

 
Los españoles queremos seguir siendo libres. Queremos seguir siendo gobernados por leyes justas e iguales para todos; no por el capricho o la conveniencia de nadie. España no tiene dueño, porque es propiedad de todos los españoles. Y lo seguirá siendo. El Gobierno debe retirar una proposición de ley que avergüenza el más básico sentido nacional, romper los compromisos vergonzosos que le han garantizado la investidura y dar la palabra, acto seguido, al pueblo español.

 
 

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