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Diario YA


 

LA URGENCIA DE UN REARME MORAL

MANUEL PARRA CELAYA. A una inmensa mayoría de la sociedad española le ha impactado el asesinato (no incidente ni sencillo fallecimiento) de dos guardias civiles arrollados por una potente embarcación de narcotraficantes; pero, al punto  de acabar de redactar esta primera oración, se me ocurre que quizás debiera rectificar: haber escrito “a una inmensa minoría” -como dijo el poeta-, pues eso de las mayorías suena mucho a informes-Tezanos y, poco creyente en ellos, sospecho que lo que de verdad caracteriza a una gran parte de nuestra sociedad es, tristemente, la indiferencia. Ojalá esté equivocado.
    En estas líneas no voy a abundar en las responsabilidades que deba asumir el Sr. Marlaska, pues este no es un artículo estrictamente político; tampoco reiteraré mi propia consternación por los dos caídos en el cumplimiento de su deber, mi acompañamiento en el duelo a las familias ni mis elogios a la Benemérita, que los que me conocen dan por sobreentendidos. Pretendo una reflexión de naturaleza sociológica, en la medida de lo posible, y dejaré a los jueces la decisión de catalogar a unos individuos bajo la acusación de delito de odio, como ha expresado con rotundidad la fiscal antidroga del Campo de Gibraltar. Me refiero, claro, a quienes jaleaban a los asesinos desde la orilla y cuyas imágenes y palabras están en la memoria de esa excelente inmensa minoría de españoles de bien.
    Cuando existe este apoyo al delincuente, unido a la afrenta y a la injuria a las Fuerzas de Seguridad, solo se puede concluir en la existencia de un gran deterioro moral en esa parte -grande o pequeña- de nuestra sociedad. Al parecer, el mito del bandido generoso sigue arraigado en algunos sectores y, así, continúa la estúpida credulidad en lo que no fue más que una ficción literaria del nefasto romanticismo decimonónico.
    No obvio en esta denuncia la influencia de la situación socioeconómica y cultural en esta auténtica perversión; la situación de paro en que se encuentran algunos jóvenes de la zona puede inclinarles hacia la alternativa de colaborar o simpatizar con el narcotráfico y considerar como sus enemigos a los agentes, puestos en otro tipo de precariedad de medios por el Estado; así, la tentación del dinero fácil lleva a la aberración que hemos oído y contemplado. Sin embargo, nunca será esto una justificación, aun aceptando que la escasez de recursos suele ir unida a la ignorancia y a la ausencia de valores, para invitar a posicionarse en ese lado oscuro que significa la complicidad con el delito.
    Si antes decían las almas piadosas odia el delito y compadece al delincuente, ahora la máxima parece haberse invertido en un admira al delincuente y relativiza el delito; vuelvo de este modo al tema del relativismo que sigue inficionando nuestro mundo occidental y, en este caso, España; a lo mejor es un problema de alcance universal y tenemos suficientes ejemplos en la moda de las camisetas con amables rostros de capos de la droga, o la popularidad en México de los narcocorridos, pero no se nos había ocurrido que estas anécdotas tomaran cuerpo de naturaleza entre nosotros.
    En otras dimensiones, no de valores pero sí de perspectivas, teníamos aquí el odio manifestado en la kale borroca del País Vasco o en el tsunami separatista de Cataluña; curiosamente, el calificativo de perros hacia los agentes de la Guardia Civil se empleó en esos trances, del mismo modo que en este momento se usa por los espectadores del nuevo crimen del narcotráfico. Parece que la indignidad no se limitaba a aquellos territorios, sino que campea por todo el mapa español; y, si hablamos de indignidad, no es menor la contenida en las primitivas instrucciones de la autoridad -luego anuladas ante el clamor suscitado- de que los guardias no participaran en minutos de silencio u homenajes a los compañeros asesinados; no puede uno menos que recordar que, durante la Transición,  aquellos entierros de las víctimas de ETA se celebraban con las luces del alba, para impedir muestras públicas de condolencia y críticas al poder constituido.
    Si ya había puesto en entredicho constantemente aquella bondad innata de los hombres que elucubró el aciago de Rousseau, en este momento no merece esta teoría otra cosa que el rechazo absoluto. Ya sabemos que los españoles no somos diferentes a otros seres humanos, pero esta identidad no es óbice para que nos duela más esta España capaz de engendrar bárbaros como los de las playas del sur y que propugnemos la urgente necesidad de una reconquista moral de nuestra sociedad, junto con medidas legales y extraordinarias que se pueden asemejar, con perdón, a las que está aplicando Bukele en El Salvador; de lo contrario, iremos a pasos agigantados hacia convertirnos en un paraíso del delincuente, eso sí, rodeados de un marco legal muy escrupuloso e ineficaz.
    ¿Dónde debe centrarse esta reconquista moral de la sociedad española? Por supuesto, en todas las instancias educativas, empezando por la institución de la familia, tan menospreciada y atacada en nuestros días, siguiendo por la Enseñanza, en ocasiones en manos de intelectuales orgánicos, y, en general, por todos los medios públicos y privados, que no cesan en algunos casos de propagar la estupidez y de jalear indignidades sin cuento de cantautores e influencers. 
    No se trata solo de poner en práctica las teorías de Kohlberg, para empezar inculcando una moral heterónoma con la finalidad de entronizar la moral autónoma; es preciso llevar la tarea de la transmisión de valores, su redescubrimiento y aceptación a todos los ámbitos de nuestra sociedad y, de paso, tomar conciencia de que los antivalores al uso deben ser despreciados, denunciados y puestos en el olvido, como propios de un ayer funesto.
                                                                
 

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